Además de alcanzar a los soldados americanos, la bomba hirió a varios niños. Sus padres, en lugar de tratar de esconderse con sus hijos, los agarraron y corrieron a toda velocidad hacia los soldados americanos, llorando y gritando frenéticamente. Había humo y llamas por todas partes, se oía crepitar el fuego en medio de un intenso olor a combustible y piel quemada. A los soldados les seguían llegando más niños. Una pequeña llamada Farah había resultado gravemente herida. Varios soldados se agolparon a su alrededor tratando de auxiliarla, y fue entonces cuando el comandante Mark Bieger la envolvió en una manta para llevarla al hospital.
La vida de Farah terminó cuando apenas sí había comenzado.
Los soldados colocaron a Farah en un carro de combate, y salieron de allí a toda velocidad, pero la niña murió. Fue uno de tantos días, otro día cualquiera. En la perspectiva global de la guerra, las pérdidas fueron pequeñas: sólo tres personas muertas, si contamos al causante del ataque.
La guerra de Irak ha terminado para la gente que nunca participó en ella, pero nunca acabará para los que la han vivido. De estas experiencias, poco quedará aparte de las lápidas de mármol, las heridas, y esas historias nunca contadas que, en su mayoría, caerán en el olvido a la misma velocidad con que fueron vividas. Los nuestros están regresando a casa.
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